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La fea costumbre

En la Facultad cogimos la fea costumbre de continuar los libros de nuestros autores fetiches garabateando sus márgenes, la página en blanco de cortesía final y hasta las tapas. Y así, cuando de nuevo uno de esos ejemplares caía en nuestras manos siempre era distinto, más que lo habitual si cabe.

Las toneladas de hormigón entre las que nos movíamos no eran especialmente inspiradoras, todo hay que decirlo, salvo si se considera que el gris y la falta de oxígeno, por ser claros factores de opresión, son música de musas oscuras. Y lo eran.

En honor a nuestros ídolos de papel llenábamos las mesas de las aulas de eslóganes y discursos incendiarios. Después en el baño, regurgitábamos nuevas letras. El cólico es como una tormenta de ideas. Desde aquella época no puedo coger algunos libros sin sentir la necesidad de sentarme en una taza de váter y desmigarlos mientras aprieto los riñones. Y desde entonces sólo puedo escribir con el estómago lleno de mierda.

Quemamos nuestros mejores años entre aulas sin sabor ni olor, suelo de cafetería, cafés en vaso de caña, canutos a medio hacer, uñas quemadas, discusiones sobre la inminencia de una revolución, el fin de un mundo, labios carnosos, borracheras de Lager al mediodía, menús de 100 pavos y notas al margen de nuestros libros compartidos.

Hoy no sabemos si todo lo pasado fue mejor. Pero lo que es seguro es que lo ganamos.

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